Que la belleza que transmitáis a las generaciones del mañana provoque asombro en ellas.
Carta a los artistas, Juan Pablo II.

Haced cosas bellas pero, sobre todo, convertid vuestras vidas en lugares de belleza.
Encuentro con el mundo de la cultura, Lisboa, 12-5-2010, Benedicto XVI.

domingo, 24 de abril de 2011

La eterna pregunta


Llevo tiempo sin escribir aquí. He tenido mil cosas y no he podido, he iniciado alguna entrada que no he llegado a publicar, pero hoy retomo mi blog con ilusión.

No pretendo convencerte de nada, simplemente quiero escribir esto porque Dios –que Se presentó en mi vida por sorpresa- sigue sorprendiéndome día a día y yo no puedo dejar de decírtelo. Siempre he pensado, aunque no siempre lo he hecho, que lo bueno está para compartirlo. No sé si conoces o no al Señor, pero tras 7 años a Su lado, no sin mis más y mis menos, puedo decir que lo mejor que puedo ofrecerte es el Señor, a quien amistosamente llamo “el Jefe” (término que me “contagió” una buena amiga). Y no lo digo sin asombro, porque Él Se ha puesto en mis manos y en las manos de muchos, también en las tuyas, para que Le demos a conocer. ¿No es sorprendente? Dios Se abandona en nuestras manos, en las manos de aquéllos por los que murió y Resucitó, en las manos de aquéllos por cuyos males, sufrimientos, desesperanzas, infidelidades, pecados… Se entregó. Alguna vez me he atrevido a preguntarLe: “Pero Señor, ¿eres consciente de lo que estás haciendo? ¿Es que aún no sabes lo que somos?”. He encontrado una respuesta, que todavía no alcanzo a comprender: “Te quiero, confío en ti; os quiero, confío en vosotros”.

¿Conoces la historia de la imagen del Señor crucificado sin brazos? La imagen original, que se venera en Münster (Alemania), era antes una imagen completa de Jesús sobre la cruz, pero durante la Segunda Guerra Mundial esta imagen perdió sus brazos. Se pensó en restaurarla, pero en lugar de hacer esto, se puso junto a ella una inscripción en la que se lee: “Ahora vosotros sois mis brazos”. Sigo preguntándole: “Jefe, ¿pero es que no sabes cómo somos?”. Y sí, lo sabe, nos lo ha mostrado estos días de Semana Santa de una manera especial… y yo he tenido la gracia de que esta sea hasta la fecha la Semana Santa que he vivido con mayor intensidad.

Probablemente tú también has participado en los Oficios de Semana Santa, o en los días del Triduo Pascual -Jueves Santo, Viernes Santo y Vigilia de Resurrección del Sábado-, o tal vez no y tu Semana Santa ha sido “una semana más” de vacaciones, de trabajo, o lo que sea… No voy a extenderme en lo que supone la Semana Santa, sólo pinceladas de lo que este año me ha sorprendido de un modo especial, pese a que es lo que sucede cada día: Jesús es entregado por uno de Sus discípulos, sufre la Pasión y es crucificado, muere… y Resucita al tercer día. Le entrega uno de Sus discípulos, Le juzgan sin conocerLe verdaderamente –tú, yo, todos-, carga con la Cruz –la tuya, la mía, la de todos-, Le crucifica Su propio pueblo –tú, yo, todos-, Sus discípulos huyen y desesperan –casi todos, yo- y Él exclama: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Esto que sucedió entonces, ha venido sucediendo, sucede y sucederá hasta el final de los tiempos, no ha sido obstáculo para que el Señor siga entregándose por nosotros y, también, a través de nosotros. No ha sido obstáculo, sino más bien, es el porqué de Su entrega. Cuando alguien ama de verdad, está dispuesto a soportarlo todo, a perdonarlo todo, a entregarse por entero, a tender su mano nuevamente, a mendigar el amor de quien parece rechazarle… Sé que es “imposible”-y muchos me lo habéis dicho-, pero con palabras de Jesús: “es imposible para los hombres, no para Dios” (Lucas 18:27). Por eso yo Le pido para todos –todos, todos, todos- que nos “quite nuestro corazón de piedra y nos dé un corazón de carne”, como prometió (cfr. Ezequiel 26:36).

Para hacernos esto visible, Dios Se encarnó y Se hizo hombre… Es asombroso: Dios, que podría “resolverlo” todo únicamente “pensándolo”, quiso hacerSe hombre en la persona de Jesús, quiso venir a esta nuestra tierra y vivir entre nosotros, exactamente como uno de nosotros… Él quiso experimentar nuestra condición humana, nuestra flaqueza y debilidad, nuestros sufrimientos y desesperanzas, la tentación, el desgarro… y la alegría. Vino y vivió entre nosotros, aprendió, comió y bebió, trabajó, rió, lloró por sus amigos, por su pueblo, por sentirse sólo… y Se entregó y murió condenado y torturado, negado y traicionado, humillado… Y en esa condena y en esa Pasión no cargó únicamente con Sus dolores humanos, sino también con los tuyos y con los míos, con los de todos los hombres de toda raza y condición y, lo más doloroso, con el vacío que a veces reina en nuestros corazones, con todo nuestro mal, con todo nuestro pecado: no Se entregó por “la humanidad”, sino por ti, por mí, por el hombre más poderoso del mundo y por el más pobre y despreciado, por todos los hombres de todos los tiempos. ¿Qué debió soportar? Si enciendo ahora la televisión, probablemente encontraré muchas noticias trágicas, dramáticas, terribles, de hoy mismo. Para mí sería “suficiente” ese dolor de hoy, es más, “prescindiría” de él si por mi fuese, pero Él lo tomó y lo hizo Suyo: el de hoy, el de ayer, el de mañana, el de siempre…

San Pablo escribió: “me alegro de completar en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo” (Colosenses 1:24). Pregunto: “San Pablo, ¿qué dices? ¿que no bastó la Pasión de Cristo?”. Reconozco que no entiendo tanto dolor, tanto sufrimiento, tanto mal en el mundo, especialmente aquél que provocamos nosotros mismos… Pero - esto es un auténtico misterio para mí- de las palabras de San Pablo aprendo que nuestro sufrimiento completa lo que falta a la Pasión de Cristo, ¡que era y es Dios! ¿Nosotros? ¿Completar nosotros lo que falta a la Pasión de Cristo? Un misterio que misteriosamente me alegra.

Creo que debo cortar aquí. No he escrito lo que venía pensando, ha salido otra cosa, lo que me ha venido a la cabeza en cada momento… Sólo quiero plantear la eterna pregunta: “si Dios existe, ¿por qué permite tanto dolor, tanto mal?”. Yo no tengo una respuesta “universal” a los grandes interrogantes de la humanidad, pero poco a poco voy aprendiendo y aprehendiendo cosas a través, sobre todo, de la experiencia de mi vida, que es inseparable de la experiencia de Dios en mi vida. ¿Por qué, Señor, tanto dolor? Sin el sufrimiento mi vida sería una mentira, una “superficialidad”, sin el dolor mi corazón seguiría siendo de piedra (ahora es una mezcla de piedra y carne), no podría comprender al que desespera ni abrazar al que sufre, no empezaría a intuir qué significa amar, ni tampoco sería libre... Quiero una vida verdadera, no una vida “idealizada”. “Sólo” quiero ser feliz y sé que esto no es realmente posible sin que haya dolor.

Gracias por todo, Señor, gracias porque Te entregasTe por nosotros, gracias porque has Resucitado. Tengo la certeza de que del mismo modo que Te acompañamos diariamente -aun sin saberlo- en Tu muerte, Te acompañaremos –si dejamos que nuestro corazón se haga carne- en Tu Resurrección.

Creyentes o no, todos estamos hechos para la felicidad, para la auténtica felicidad.